Tuesday, July 22, 2008

Buñuel x Buñuel


Sobre el azar y el misterio

Algunos sueñan en un universo infinito, otros nos lo presentan como finito en el espacio y en el tiempo. Heme aquí entre dos misterios tan impenetrables el uno como el otro. Por una parte, la imagen de un universo infinito es inconcebible. Por otra, la idea de un universo finito, que dejará algún día de existir, me sumerge en una nada impensable que me fascina y me horroriza. Voy de una a otra. No sé.

Imaginemos que el azar no existe y que toda la historia del mundo, hecha bruscamente lógica y comprensible, pudiera resolverse en unas cuantas fórmulas matemáticas. En tal caso, sería necesario creer en Dios, suponer como inevitable la existencia activa de un gran relojero, de un supremo ser organizador.

Pero Dios, que lo puede todo, ¿no habría podido crear por capricho un mundo entregado al azar? No, nos responden los filósofos. El azar no puede ser una creación de Dios, porque es la negación de Dios. Estos dos términos son antinómicos. Se excluyen mutuamente.

Carente de fe (y persuadido de que, como todas las cosas, la fe nace a menudo del azar), no veo cómo salir de este círculo. Por eso es por lo que no entro en él.

La consecuencia que de ello extraigo; para mi propio uso, es muy sencilla: creer y no creer son la misma cosa. Si se me demostrara ahora mismo la luminosa existencia de Dios, ello no cambiaría estrictamente nada en mi comportamiento. Yo no puedo creer que Dios me vigila sin cesar, que se ocupa de mi salud, de mis deseos, de mis errores. No puedo creer, y en cualquier caso no acepto, que pueda castigarme para toda la eternidad.

¿Qué soy yo para él? Nada, una sombra de barro. Mi paso es tan rápido que no deja ninguna huella. Soy un pobre mortal, no cuento ni en el espacio ni en el tiempo. Dios no se ocupa de nosotros. Si existe, es como si no existiese.

Razonamiento que antaño resumí en esta fórmula: "Soy ateo, gracias a Dios". Fórmula que sólo en apariencia es contradictoria.

Junto al azar, su hermano el misterio. El eteísmo -por lo menos, el mío- conduce necesariamente a aceptar lo inexplicable. Todo nuestro Universo es misterio.

Puesto que me niego a hacer intervenir a una divinidad organizadora, cuya acción me parece más misteriosa que el misterio, no me queda sino vivir en una cierta tiniebla. Lo acepto. Ninguna explicación, ni aun la más simple, vale para todos. Entre los dos misterios, yo he elegido el mío, pues, al menos, preserva mi libertad moral.

Se me dice: ¿Y la Ciencia? ¿No intenta, por otros caminos, reducir el misterio que nos rodea?

Quizá. Pero la Ciencia no me interesa. Me parece presuntuosa, analítica y superficial. Ignora el sueño, el azar, la risa, el sentimiento y la contradicción, cosas todas que me son preciosas. Un personaje de La vía láctea decía: "Mi odio a la Ciencia y mi desprecio a la tecnología me acabarán conduciendo a esta absurda creencia en Dios". No hay tal. En lo que a mí concierne, es incluso totalmente imposible. Yo he elegido mi lugar, está en el misterio. Sólo me queda respetarlo.

La manía de comprender y, por consiguiente, de empequeñecer, de mediocrizar -toda mi vida, me han atosigado con preguntas imbéciles: ¿Por qué esto? ¿Por qué aquello?-, es una de las desdichas de nuestra naturaleza. Si fuéramos capaces de volver nuestro destino al azar y aceptar sin desmayo el misterio de nuestra vida, podría hallarse próxima una cierta dicha, bastante semejante a la inocencia.

En alguna parte entre el azar y el misterio, se desliza la imaginación, libertad total del hombre. Esta libertad, como las otras, se la ha intentado reducir, borrar. A tal efecto, el cristianismo ha inventado el pecado de intención. Antaño, lo que yo imaginaba ser mi conciencia me prohibía ciertas imágenes: asesinar a mi hermano, acostarme con mi madre. Me decía: "¡Qué horror!", y rechazaba furiosamente estos pensamientos, desde mucho tiempo atrás malditos.

Sólo hacia los sesenta o sesenta y cinco años de edad comprendí y acepté plenamente la inocencia de la imaginación. Necesité todo ese tiempo para admitir que lo que sucedía en mi cabeza no concernía a nadie más que a mí, que en manera alguna se trataba de lo que se llamaba "malos pensamientos", en manera alguna de un pecado, y que había que dejar ir a mi imaginación, aun cruenta y degenerada, adonde buenamente quisiera.

Desde entonces, lo acepto todo, me digo: "Bueno, me acuesto con mi madre, ¿y qué?", y casi al instante las imágenes del crimen o del incesto huyen de mí, expulsadas por la indiferencia.

La imaginación es nuestro primer privilegio. Inexplicable como el azar que la provoca. Durante toda mi vida me he esforzado por aceptar, sin intentar comprenderlas, las imágenes compulsivas que se me presentaban. Por ejemplo, en Sevilla, durante el rodaje de Ese oscuro objeto del deseo, al final de una escena y movido por una súbita inspiración, pedí bruscamente a Fernando Rey que cogiera un voluminoso saco de tramoyista que estaba sobre un banco y marchara con él a la espalda.

Al mismo tiempo, percibía todo lo que de irracional había en este acto y lo temía un poco. Rodé, pues, dos versiones de la escena, con o sin el saco. Al día siguiente, durante la proyección, todo el equipo estaba de acuerdo -y yo también- en que la escena quedaba mejor con el saco. ¿Por qué? Imposible decirlo, so pena de caer en los estereotipos del psicoanálisis o de cualquier otra explicación.

Psiquiatras y analistas de todas clases han escrito mucho sobre mis películas. Se los agradezco, pero nunca leo sus obras. No me interesa. Yo hablo en otro capítulo del psicoanálisis, terapéutica de clase. Y añado aquí a que algunos analistas, desesperados, me han declarado inanalizable, como si yo perteneciese a otra cultura, a otro tiempo, lo cual es posible, después de todo.

A mi edad, dejo que hablen. Mi imaginación está siempre presente y me sostendrá en su inocencia inatacable hasta el fin de mis días. Horror a comprender. Felicidad de recibir lo inesperado. Estas antiguas tendencias se han acentuado en el transcurso de los años. Me retiro poco a poco. El año pasado calculé que en seis días, es decir, en 144 horas, no había tenido más que tres horas de conversación con mis amigos. El resto del tiempo, soledad, ensoñación, un vaso de agua o un café, el aperitivo dos veces al día, un recuerdo que me sorprende, una imagen que me visita y, luego, una cosa lleva a la otra, y ya es de noche.

Pido perdón si las páginas que preceden parecen confusas y pesadas. Estas reflexiones forman parte de una vida tanto como los detalles frívolos. No soy filósofo, ya que nunca he poseído capacidad de abstracción. Si algunos espíritus filosóficos, o que creen serlo, sonreían al leerme, bueno, me alegro de haberles hecho pasar un buen rato. Es un poco si me encontrase de nuevo en el colegio de los Jesuitas de Zaragoza. El profesor señala con el dedo a un alumno y le dice: "¡Refúteme a Buñuel!". Y es cuestión de dos minutos.

Sólo espero haberme mostrado suficientemente claro. Un filósofo español, José Gaos, fallecido no hace mucho tiempo, escribía, como todos los filósofos, en una jerga inextricable. A alguien que se lo reprochaba, respondió un día: "¡Me tiene sin cuidado! La Filosofía era para los filósofos".

A lo cual yo opondría la frase de André Breton: "Un filósofo a quien yo no entienda es un cerdo". Comparto plenamente su opinión... aunque a veces me cuesta entender lo que dice Breton.

Sobre Los olvidados

Durante 4 o 5 meses, unas veces con mi escenógrafo, el canadiense Fitzgerald, otras con Luis Alcoriza, pero generalmente solo, me dediqué a recorrer las "ciudades perdidas", es decir, los arrabales improvisados, muy pobres, que rodean México, D.F. Algo disfrazado, vestido con mis ropas más viejas, miraba, escuchaba, hacía preguntas, entablaba amistad con la gente. Algunas de las cosas que vi pasaron directamente a la película.

De todos modos, el equipo entero, aunque trabajando muy seriamente, manifestaba su hostilidad hacia la película. Un técnico me preguntaba, por ejemplo: "Pero, ¿por qué no hace usted una verdadera película mexicana, en lugar de una película miserable como ésa?". Pedro de Urdemalas, un escritor que me había ayudado a introducir expresiones mexicanas en la película, se negó a poner su nombre en los títulos de crédito.

La película fue rodada en 21 días. Como en todas mis películas, terminé en el tiempo previsto. Por el guión y dirección cobré dos mil dólares en total. Y nunca he percibido el menor porcentaje.

Estrenada bastante lamentablemente en México, la película permaneció cuatro días en cartel y suscitó en el acto violentas reacciones. Sindicatos y asociaciones diversas pidieron mi expulsión. Los raros espectadores salían de la sala como de un entierro. En la proyección privada, mientras Lupe, la mujer del pintor Diego Rivera, se mostraba altiva y desdeñosa, sin decirme una sola palabra, otra mujer, Berta, casada con el poeta español Luis Felipe, se precipitó sobre mí, loca de indignación, con las uñas tendidas hacia mi cara, gritando que yo acababa de cometer una infamia contra México. Yo me esforzaba en mantenerme sereno e inmóvil, mientras sus peligrosas uñas temblaban a tres centímetros de mis ojos. Afortunadamente, Siqueiros, otro pintor, que se encontraba en la misma proyección, intervino para felicitarme calurosamente. Con él, gran número de intelectuales mexicanos alabaron la película.

Todo cambió después del Festival de Cannes en que el poeta Octavio Paz -hombre del que Breton me habló por primera vez y a quien admiro desde hace mucho- distribuía personalmente a la puerta de la sala un artículo que había escrito, el mejor, sin duda, que he leído, un artículo bellísimo. La película conoció un gran éxito, obtuvo críticas maravillosas y recibió el Premio de Dirección.

Yo no tenía más que una tristeza, una vergüenza, el subtítulo que los distribuidores de la película en Francia creyeron oportuno añadir al título: Los olvidados o Piedad para ellos. Ridículo.

Tras el éxito europeo, me vi absuelto del lado mexicano. Cesaron los insultos, y la película se reestrenó en una buena sala de México, donde permaneció dos meses.

Sobre los temas más diversos

Por razones que se me escapan, he encontrado siempre en el acto sexual una cierta similitud con la muerte, una relación secreta pero constante. Incluso he intentado traducir este sentimiento inexplicable a imágenes, en Un perro andaluz, cuando el hombre acaricia los senos desnudos de la mujer y, de pronto, se le pone cara de muerto. ¿Será porque durante mi infancia y mi juventud fui víctima de la opresión sexual más feroz que haya conocido la Historia?

Descubrí a Spencer, a Rousseau e incluso a Marx. La lectura de El origen de las especies, de Darwin, me hizo acabar de perder la fe. Mi virginidad acababa de irse a pique en un pequeño burdel de Zaragoza. Al mismo tiempo, desde que había empezado la Primera Guerra, todo cambiaba, todo se cuarteaba y dividía alrededor nuestro. Durante aquella guerra, España se escindió en dos tendencias irreductibles que, veinte años después, se matarían entre sí. Toda la derecha, todos los elementos conservadores del país, se declaraban germanófilos convencidos. Toda la izquierda, los que se decían liberales y modernos, abogaban por Francia y los aliados. Se acabó la calma provinciana, el ritmo lento y monótono, la jerarquía social indiscutible. Acababa de terminar el siglo XIX. Yo tenía diecisiete años.

El Museo de Historia Natural se levantaba a unas decenas de metros de la Residencia de Estudiantes. Trabajé allí durante un año con gran interés, a las órdenes del eminente Ignacio Bolívar, el más célebre ortopterólogo del mundo por aquella época. Aún hoy puedo reconocer a primera vista muchos insectos y dar su nombre en latín.

Lo único que puedo decir es que el Guernica no me gusta nada, a pesar de que ayudé a colgarlo. De él me desagrada todo, tanto la factura grandilocuente de la obra como la politización a toda costa de la pintura.

De las películas que más me impresionaron, imposible olvidar El acorazado Potemkin. A la salida, incluso queríamos poner barricadas y tuvo que intervenir la Policía. Durante mucho tiempo sostuve que aquella película era para mí la mejor de toda la historia del cine. Ahora ya no sé.

Una mañana, a eso de las ocho, recibo una carta por correo neumático en la que (el poeta) Louis Aragon me pide que vaya a verlo cuanto antes. Media hora después, llego a su casa de la Rue Campagne-Première. En pocas palabras, me dice que Elsa Triolet le ha dejado para siempre, que los surrealistas han publicado un folleto injurioso contra él y que el Partido Comunista al que estaba afiliado ha decidido expulsarlo. Por una increíble acumulación de circunstancias, toda su vida se desmorona y en un momento ha perdido todo lo que le importa. Sin embargo, en su desgracia, pasea por el estudio como un león, ofreciendo una de las más admirables estampas de valor que yo recuerde.

Para llegar a toda belleza, tres condiciones me parecen siempre necesarias: esperanza, lucha y conquista.

Me gusta el ruido de la lluvia. Lo recuerdo como uno de los ruidos más bellos del mundo. Ahora lo escucho con un aparato, pero no es el mismo ruido. La lluvia hace a las grandes naciones.

No me gustan mucho los ciegos, como a la mayoría de los sordos.

Detesto el pedantismo y la jerga. A veces, he llorado de risa al leer ciertos artículos de los Cahiers Du Cinéma. En México, soy invitado un día a visitar las instalaciones del Centro de Capacitación Cinematográfica, del que había sido nombrado presidente honorario. Me presentan a cuatro o cinco profesores. Entre ellos, un joven correctamente vestido y que enrojece de timidez. Le pregunto qué enseña. Me responde: 'La semiología de la imagen clónica'. Lo hubiera asesinado.

El disfraz es una experiencia apasionante que recomiendo vivamente, pues permite ver otra vida. Cuando va uno de obrero, por ejemplo, se le ofrecen automáticamente las cerillas más baratas. Todo el mundo pasa delante de uno. Las chicas no te miran nunca. Este mundo no está hecho para uno.

La primera vez que vio Viridiana, Gustavo Alatriste (N. de la R.: su productor) quedó un poco desconcertado y no hizo ningún comentario. La volvió a ver en París, luego dos veces en Cannes y, finalmente, en México. Al término de esta última proyección, la quinta o sexta, se lanzó hacia mí, lleno de alegría, y me dijo: ¡Ya está, Luis, es formidable, lo he entendido todo!

En París, cerca de mi hotel, vi un día el cartel de una de mis películas con el siguiente slogan: 'El director cinematográfico más cruel del mundo'. Estupidez que me entristeció mucho.

En un bar, para inducir y mantener el ensueño, hay que tomar gin inglés. Mi bebida preferida es el Dry Martini. Dado el papel primordial que ha desempeñado el Dry Martini en esta vida que estoy contando, debo consagrarle una o dos páginas (...) Básicamente se compone de gin y unas gotas de vermouth, preferentemente 'Noilly-Prat' (N. de la R.: digamos, 'Martini Seco'). Permítaseme dar mi fórmula personal, fruto de larga experiencia, con la que siempre obtengo un éxito bastante halagüeño. Pongo en la heladera todo lo necesario, copas, ginebra y coctelera, la víspera del día en que espero invitados. Tengo un termómetro que me permite comprobar que el hielo está a unos veinte grados bajo cero. Al día siguiente, cuando llegan los amigos saco todo lo que necesito. Primeramente, sobre el hielo bien duro echo unas gotas de vermouth y media cucharadita de Angostura, lo agito bien y tiro el líquido, conservando únicamente el hielo que ha quedado, levemente perfumado por los dos ingredientes. Sobre ese hielo vierto el gin puro, agito y sirvo. Esto es todo, y resulta insuperable.

Testimonios de Terceros

Recuerdo que Nicholas Ray le invitó a comer en Madrid, y mi padre me propuso que le acompañara. Durante la comida, Nicholas Ray le dijo: «Buñuel, entre todos los directores que conozco eres el único que hace lo que quiere, ¿cuál es tu secreto?». Mi padre respondió: «Pido menos de 50.000 dólares por película». Ray decidió cambiar la conversación.

Iba poquísimo al cine. Creo que fue mi hermano quien me contó que en el año setenta y tantos, en París, mi padre se juntó con un grupo de jóvenes franceses cineastas: «A ver don Luis, ¿cuál es una película que le gusta?». Y él respondía: «Pues me gustó mucho una película americana de aventuras en la que al final el tren se descarrila, pierde el control y al entrar en una estación lo destruye todo». Es decir, los efectos de Hollywood. Se creían que iba a decir: «Pues me gusta Bergman», o «hay un autor japonés...». Todos se quedaron muy sorprendidos: «¿Y ésa es su película favorita?». Estoy seguro de que entró diez minutos al final, vio eso y se quedó impresionado.

Bueno, yo estuve en la famosa cena de Hollywood y mi padre y Hitchcock estaban sentados juntos y hablaron solamente de vino. Según parece Hitchcock tenía una buena colección de vinos. Estuvieron hora y media hablando de vino. Yo estaba al lado de Billy Wilder y daba la casualidad de que acababa de ver Some like it hot, con Marilyn Monroe. Me gustó mucho la película. Entonces llegó John Ford ayudado por un enfermero porque estaba muy mal. «¿Y cuáles son sus planes?», le preguntaron. «El mes que viene voy a hacer una película de vaqueros», respondió convincentemente. ¡No podía ni entrar en la casa y estaba planeando hacer una película!

Casi siempre filmaba un solo plano de cada escena, cosa que preocupaba a Silberman, el productor. También vi algunos planos para los que realizaba varias tomas, pero muy a menudo, cuando al final de la primera parecía satisfecho, se pasaba al plano siguiente, lo cual era indudablemente un tanto imprudente, pero estaba seguro de sí mismo. Cuando yo hablaba con los técnicos, les preguntaba su opinión sobre los métodos de trabajo del cineasta y éstos me decían: «Lo verdaderamente formidable en él es que su técnica está tan preparada y es tan segura que el montaje dura apenas dos días. Unimos los planos y ya está, no hay nada más que hacer.

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