Wednesday, May 28, 2008

La Misteriosa Aparición de Laura

En el prólogo a El Aleph, Jorge Luis Borges enuncia algunas de sus preferencias de estilo. Una de ellas, lo recuerdo, dice: narrar la historia como si no se la entendiera del todo. Es un gran consejo. El escritor no tiene por qué conocer o explicar cada detalle del argumento, su incertidumbre puede ayudar a que el lector sienta que la historia es verosímil o posible, las vaguedades o ambigüedades están prohibidas en la ciencia pero en el arte colaboran para que lo fantástico se infiltre en la realidad haciendo que éste pierda sus estructuras, saboteándola.

Laura ha sido asesinada. El detective Mark McPherson investiga el homicidio. Como todo buen personaje de cine noir (aunque es cierto que el filme excede el género), es un hombre solitario y dotado de un muy americano sentido de la ética. Mientras se inmiscuye con cierto cinismo en la vida de los sospechosos el detective comienza a fascinarse con la chica, cadáver exquisito encarnado en un cuadro que corona su departamento, al que McPherson vuelve una y otra vez con la excusa de encontrar pruebas. Todo lo que sabe acerca de Laura le ha llegado por testimonios de terceros, relatos fragmentarios del pasado que le sirven para crear una imagen de la mujer que esa pintura absorbe en toda su belleza. Hacia la mitad de la película, Waldo Lynecker (uno de los sospechosos) lo increpa y le advierte sobre el poder de fascinación de la protagonista al mismo tiempo que cuestiona su proceso de investigación, plagado de extraños detalles como el intento de compra del cuadro por parte del propio detective

Vaya usted con cuidado o acabará en un sanatorio mental. Con seguridad seria el primer paciente enamorado de un cadáver.

Aquello que sospechábamos se hace patente en esa discusión, un reproche teñido de necrofilia que lleva la obsesión más allá de la muerte. McPherson expulsa a Waldo (un periodista cínico y solitario interpretado de manera genial por Clifton Webb) y pasa la noche en el departamento de la muerta, tratando de descifrar el misterio de su asesinato y, por qué no, para estar a solas con ella. Pensando en el asunto, fatigado, se duerme en un sillón, bajo la imagen de la mujer. Es allí cuando el director Otto Preminger decide hacer un travelling arrebatador hacia el rostro de McPherson para luego volver a alejarse, como si por un momento nos hubiéramos metido en su sueño. En ese momento el detective abre los ojos y desde la puerta llega, vestida de blanco, Laura.

Todo lo que sucede de aquí en más tiene múltiples interpretaciones. En el filme se nos muestra una muy barroca resolución del misterio y una explicación perfectamente lógica a esa súbita aparición. Pero la otra explicación, mucho más interesante y ambigua, es que todo lo que sucede de allí en más es ese sueño de McPherson, y la resurrección de Laura no es más que el deseo afiebrado de un enamorado imposible. En ese juego en el que la diferencia entre lo real y lo fantástico se difumina es donde radica la belleza de la película. Preminger no nos da una certeza clara sobre lo que sucede y aquí es cuando debo volver a aquella frase de Borges: la genialidad del director es no sólo consentir sino buscar esa incertidumbre, permitir que el filme se termine de crear en la mente del espectador.

La presencia del cuadro de Laura es fundamental, tanto como objeto representativo de quién ya no está como la razón o la justificación misma de su muerte. Este detalle me trajo a la cabeza aquél cuento de Edgar Allan Poe, El Cuadro Oval. En ese relato un pintor genial dedica meses a inmortalizar en una pintura a su amada esposa (“ella, joven, de rarísima belleza, toda luz y sonrisas, (…) amándolo todo, no odiando más que el arte, que era su rival, no temiendo más que la paleta, los pinceles y demás instrumentos importunos que le arrebataban el amor de su adorado”) pero su obsesion se hace tan grande que cuando ha terminado el trabajo ella ha desaparecido.

Y cuando muchas semanas hubieron transcurrido, y no restaba por hacer más que una cosa muy pequeña, sólo dar un toque sobre la boca y otro sobre los ojos, el alma de la dama palpitó aún, como la llama de una lámpara que está próxima a extinguirse. Y entonces el pintor dio los toques, y durante un instante quedó en éxtasis ante el trabajo que había ejecutado. Pero un minuto después, estremeciéndose, palideció intensamente herido por el terror, y gritó con voz terrible: "¡En verdad, esta es la vida misma!" Se volvió bruscamente para mirar a su bien amada: ¡Estaba muerta!

En el momento exacto en el que McPherson hace surgir a Laura desde las profundidades de su mente sus actitudes cambian por completo: ya no necesita del alcohol para ordenar sus ideas, apenas vuelve a hacer uso de su juguete infantil para calmar su ansiedad, y lo más importante, todo lo que sucede está contado bajo su punto de vista, sus impulsos o sus deseos, sobre lo que quiere oír o lo que desea hacer. Es el héroe de su propia alucinación.

La primera frase de la película es significativa: Nunca olvidaré el fin de semana en que Laura murió… Lo interesante del caso es que sale de la boca de Waldo Lynecker, que muere al final de la película. Por lo tanto, ¿cómo puede haber dicho eso? Scorsese utiliza un recurso similar en Casino, aunque con otros fines. El punto es que este detalle aparentemente ilógico puede ser tanto una pista acerca de la vedadera trama de la película (si Lydecker habla es porque no murió) como un engaño perverso por parte de los guionistas o, mucho mejor, un error garrafal. El hecho de que todas estas posibilidades sean verosímiles habla muy bien del filme. Recuerdo aquél viejo chiste acerca de Citizen Kane: ¿quién escuchó “Rosebaud” si no había nadie en la habitación? Bueno, a Kane lo escuchó el cine.

Dentro de la amplia cantidad de escenas memorables que conforman la película, quiero destacar una en particular en la que McPherson lleva a Laura a la comisaría para someterla a un extraño interrogatorio. El detective ilumina con agresividad el rostro de la chica apuntando dos lámparas de intensa luz en su cara, encegecuiéndola. Hay algo en juego en esa escena, algo que está más allá de lo que están diciendo, una connotación sexual que se hace evidente. Creo que McPherson somete a Laura en el más amplio sentido de la palabra, ella ha tenido varios amantes y él intenta purificarla con esa luz blanca que le otorga a su rostro una furibunda palidez. No recuerdo los diálogos exactos, pero lo que parece decirle es: ahora vas a estar conmigo y necesito que borres tu pasado. El detective pareciera querer asegurarse que puede confiar en ella.

Laura es un objeto de deseo en el más completo sentido de la palabra y constituye la verdadera motivación de cada uno de los personajes masculinos del filme, atraídos sin remedio por el magnetismo sexual de la chica (a cargo de la preciosa Gene Tierney). Laura es un fetiche, una obsesión, un transtorno de ansiedad, el deseo en su expresión más pura. Si analizamos el personaje interpretado por Cliffton Webb (homosexual confeso), nos encontramos con un hombre 30 años mayor que ella, posesivo, celoso y dotado de una marcada misoginia. El sexo no es importante para él, detalle que ella, claro, no comparte, y que termina separándolos. No es casual que Waldo Lynecker sea quién intente asesinarla: su idea de Laura es más importante que Laura en sí, y una vez que ella ha decidido abandonarlo él descarga sus frustraciones en un balazo que, por azar, termina destruyendo un reloj de pie que es otro de los objetos-símbolo que aparecen a lo largo del filme. Está acabado.

Los temas que aborda el filme pueden ser resumidos en sexo y deseo, pero acotar así su espectro significativo sería injusto. Es interesante recordar, de todos modos, que Laura fue realizada en el año 1942: la caza de brujas hollywoodense estaba en su auge y estaba prohibido, por ejemplo, pronunciar la palabra virgen en un filme de estudios. La inteligencia del productor-director Otto Preminger radica en que pudo abordar cuestiones complejas como las represiones sexuales y la obsesión femenina sin que esto se hiciera evidente a lo largo de todo el metraje, y en el marco de un filme que terminó siendo un éxito de taquila.

El éxito de Laura lo llevó a dirigir muchos otros filmes que constituyen el corazón de su extensa obra: Fallen Angel (1945), Whirlpool (1949), Where The SIdewalks Ends (1950) y Angel Face (1952). En estos trabajos encontramos elementos similares: narrativas ambiguas, extensas tomas en blanco y negro, obsesions masculinas y un uso constante de interiores, detalle que le permitía estar en total control de cada espacto del filme (Preminger era conocido por ser un verdadero tirano y muchos actores lo odiaban).

La aparición de Laura constituye uno de los grandes momentos de la historia del cine. Allí es cuando la realidad se transforma en sueño o cuando el sueño comienza a parecerse la realidad, momento clave en que la división entre ambas cosas se revela como una ilusión. No podría decir si Laura es un sueño o no, pero tampoco puedo estar seguro de que yo no sea el sueño de algún extraño o, por qué no, el mundo no sea más que un sueño mío en el que vos, lector, también me estas soñando.

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